Como señalamos en la entrada anterior, unas semanas antes de viajar a Rías Baixas supimos de la existencia de Rodrigo Méndez, un elaborador especial porque se encuentra entre esos elegidos que son capaces de arriesgar en un proyecto que busca lo originario, la pureza, la verdad, en el vino.
Decidimos conocerle y, gracias a Pedro, de Guímaro, se nos allanó el camino. Al final pudimos disfrutar de su compañía toda una jornada, en la que nos demostró que sabe mucho de esto, que hace cosas brillantísimas y, sobre todo, que es una gran persona, todo generosidad y entrega, algo que, creemos, se refleja en sus vinos.
Nos propuso comenzar visitando varios viñedos repartidos por la zona de Meaño. El primero se trata de una pequeña extensión incrustada en medio de un bosque de eucaliptos colgados a 200 metros sobre el mar (concretamente sobre la playa de Sanxenxo). Es el único viñedo de ese sector y lo puede trabajar de forma ecológica. No interviene más que para añadirle algún nutriente (nitrógeno, fósforo, potasio…) para compensar las carencias de un suelo que tiene poca carga orgánica, un horizonte arenoso inferior, y una roca madre de cuarzo impenetrable.
Luego bajamos a la orilla del mar, donde pudimos comprobar que la salinidad detectada en sus Goliardos (tintos de mar, como señalan sus etiquetas) tiene una causa más que evidente.
Entre las idas y venidas a las viñas pudimos aprender muchas cosas. Rodri no es enólogo, pero su padre y abuelo hacían vino y él lo ha estado viviendo en casa desde pequeño. Hasta el 2001 se hacía vino para el consumo familiar. Después murió su abuelo y durante el siguiente lustro la que producían se vendía. El nombre de Forjas del Salnés que tiene la bodega se corresponde con la existencia en el pasado de una forja en el solar que ocupa la bodega. También se llama así la otra empresa familiar, que está relacionada con las bateas, las balsas marítimas para criar mejillones.
Se lanzó a la aventura hace pocos años. Quería hacer vinos auténticos, vivos, con uva pisada, sin adicción de levaduras; vinos que representaran ese terruño galaico que mira hacia el Atlántico. Y quiere hacerlos con las uvas autóctonas: las caíño, tinta y blanca, la espadeiro, la loureiro…; uvas que se enviaban al extranjero antes de la generalización de la albariño. No obstante, advertimos (para bien) que no ha podido resistirse a la atracción de la pinot noir. Al final del camino siempre está Borgoña.
Comprobamos también su admiración por Raúl Pérez, del que ya hemos hablado con ocasión de nuestra visita a Guímaro y a Algueira. Fue en ese periodo en el que las uvas de la familia se vendían cuando le conoció y le comunicó la idea de hacer un vino tinto gallego ¡en la tierra de los albariños! Parece que no iba tan desencaminado porque, nos cuenta Rodri, los antiguos ya lo hacían. El caso es que él y Raúl llegaron a un acuerdo para elaborar tinto a cambio de hacer también blanco. El genio del Bierzo transmitió sus ideas de cuidar al máximo la viña, de basarlo casi todo en el trabajo de agricultor, junto a ideas como la de usar madera (vieja) en la elaboración de los vinos. Rodrigo nos muestra que sigue esas premisas. Por ejemplo nos explica que ha plantado en su finca ecológica una gran densidad de cepas (algo que según los lugareños le llevará poco menos que al desastre). El objetivo no es otro que fomentar la competitividad entre las viñas para que salgan pocos racimos, hasta cuatro por cepa. Baja la cantidad, sube la calidad. También defiende el método de la espaldera frente al tradicional del emparrado, que resulta más cómodo y fácil de trabajar; si bien reconoce con honestidad que no tiene del todo claro si los beneficios de aquel son tan superiores. Nos cuenta además que para que el proyecto sea exitoso es fundamental acertar con la variedad de viña que se quiere injertar. Debe ser capaz de adaptarse a las condiciones singulares de cada parcela. No obstante no se puede controlar todo. Si el vecino te contamina tus tierras con productos químicos, poco se puede hacer.
Mientras caminábamos por debajo de sus parras nos seguía contando cosas interesantes. Busca cierta sobremaduración en las uvas albariño para bajar su ácido málico. De esta forma no es necesaria hacer la fermentación maloláctica (sí en los tintos). Preguntándole sobre esas uvas, las que identifican a Galicia, nos comenta que tienen gran potencial al servir para distintas elaboraciones de calidad (hasta espumosos) y cuentan con un potencial de guarda enorme.
Otro aspecto que trató, y que habíamos descubierto en Ribeira Sacra, es el de la utilización del raspón.
Actualmente Rodrigo cuenta con poco terreno. Unas dos hectáreas que se suman a las otras dos de su tío, que es su socio. Completa su viñedo con alguno muy peculiar, el de la señora Lola, una octogenaria que no sabía qué hacer con sus cepas centenarias y que son clave para realizar sus interesantes vinos.
La visita culminó en la bodega. Bueno, bodega es un término de difícil aplicación a una casa repleta de depósitos y algunas barricas que, afortunadamente se le ha quedado pequeña. Parece ser que en el extranjero (EEUU, Japón, a…) sus vinos gustan mucho y eso le permite avanzar poco a poco y con mucho trabajo, que incluye cruzar medio planeta en una semana para presentar sus vinos.
Allí pudimos probar de depósitos y barricas hasta perder la cuenta. Nos gusta comprobar que ese modesto espacio es todo un vivero de ideas y creatividad, de juego al límite del riesgo, de inquietud y reflexión. Mucha pasión.
Nos propuso comenzar visitando varios viñedos repartidos por la zona de Meaño. El primero se trata de una pequeña extensión incrustada en medio de un bosque de eucaliptos colgados a 200 metros sobre el mar (concretamente sobre la playa de Sanxenxo). Es el único viñedo de ese sector y lo puede trabajar de forma ecológica. No interviene más que para añadirle algún nutriente (nitrógeno, fósforo, potasio…) para compensar las carencias de un suelo que tiene poca carga orgánica, un horizonte arenoso inferior, y una roca madre de cuarzo impenetrable.
Luego bajamos a la orilla del mar, donde pudimos comprobar que la salinidad detectada en sus Goliardos (tintos de mar, como señalan sus etiquetas) tiene una causa más que evidente.
Entre las idas y venidas a las viñas pudimos aprender muchas cosas. Rodri no es enólogo, pero su padre y abuelo hacían vino y él lo ha estado viviendo en casa desde pequeño. Hasta el 2001 se hacía vino para el consumo familiar. Después murió su abuelo y durante el siguiente lustro la que producían se vendía. El nombre de Forjas del Salnés que tiene la bodega se corresponde con la existencia en el pasado de una forja en el solar que ocupa la bodega. También se llama así la otra empresa familiar, que está relacionada con las bateas, las balsas marítimas para criar mejillones.
Se lanzó a la aventura hace pocos años. Quería hacer vinos auténticos, vivos, con uva pisada, sin adicción de levaduras; vinos que representaran ese terruño galaico que mira hacia el Atlántico. Y quiere hacerlos con las uvas autóctonas: las caíño, tinta y blanca, la espadeiro, la loureiro…; uvas que se enviaban al extranjero antes de la generalización de la albariño. No obstante, advertimos (para bien) que no ha podido resistirse a la atracción de la pinot noir. Al final del camino siempre está Borgoña.
Comprobamos también su admiración por Raúl Pérez, del que ya hemos hablado con ocasión de nuestra visita a Guímaro y a Algueira. Fue en ese periodo en el que las uvas de la familia se vendían cuando le conoció y le comunicó la idea de hacer un vino tinto gallego ¡en la tierra de los albariños! Parece que no iba tan desencaminado porque, nos cuenta Rodri, los antiguos ya lo hacían. El caso es que él y Raúl llegaron a un acuerdo para elaborar tinto a cambio de hacer también blanco. El genio del Bierzo transmitió sus ideas de cuidar al máximo la viña, de basarlo casi todo en el trabajo de agricultor, junto a ideas como la de usar madera (vieja) en la elaboración de los vinos. Rodrigo nos muestra que sigue esas premisas. Por ejemplo nos explica que ha plantado en su finca ecológica una gran densidad de cepas (algo que según los lugareños le llevará poco menos que al desastre). El objetivo no es otro que fomentar la competitividad entre las viñas para que salgan pocos racimos, hasta cuatro por cepa. Baja la cantidad, sube la calidad. También defiende el método de la espaldera frente al tradicional del emparrado, que resulta más cómodo y fácil de trabajar; si bien reconoce con honestidad que no tiene del todo claro si los beneficios de aquel son tan superiores. Nos cuenta además que para que el proyecto sea exitoso es fundamental acertar con la variedad de viña que se quiere injertar. Debe ser capaz de adaptarse a las condiciones singulares de cada parcela. No obstante no se puede controlar todo. Si el vecino te contamina tus tierras con productos químicos, poco se puede hacer.
Mientras caminábamos por debajo de sus parras nos seguía contando cosas interesantes. Busca cierta sobremaduración en las uvas albariño para bajar su ácido málico. De esta forma no es necesaria hacer la fermentación maloláctica (sí en los tintos). Preguntándole sobre esas uvas, las que identifican a Galicia, nos comenta que tienen gran potencial al servir para distintas elaboraciones de calidad (hasta espumosos) y cuentan con un potencial de guarda enorme.
Otro aspecto que trató, y que habíamos descubierto en Ribeira Sacra, es el de la utilización del raspón.
Actualmente Rodrigo cuenta con poco terreno. Unas dos hectáreas que se suman a las otras dos de su tío, que es su socio. Completa su viñedo con alguno muy peculiar, el de la señora Lola, una octogenaria que no sabía qué hacer con sus cepas centenarias y que son clave para realizar sus interesantes vinos.
La visita culminó en la bodega. Bueno, bodega es un término de difícil aplicación a una casa repleta de depósitos y algunas barricas que, afortunadamente se le ha quedado pequeña. Parece ser que en el extranjero (EEUU, Japón, a…) sus vinos gustan mucho y eso le permite avanzar poco a poco y con mucho trabajo, que incluye cruzar medio planeta en una semana para presentar sus vinos.
Allí pudimos probar de depósitos y barricas hasta perder la cuenta. Nos gusta comprobar que ese modesto espacio es todo un vivero de ideas y creatividad, de juego al límite del riesgo, de inquietud y reflexión. Mucha pasión.
¡Salud!
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